Había
llegado. Entre nosotros una liebre pasaba de largo, cual guepardo. Nada ni
nadie le seguía, ni siquiera el viento que tanto estaba necesitando, porque me
estaba ahogando. Se metía en unos pastos altos. Le perdía el rastro. Volvía a
girar el cuello. Me arrodillaba para tocarlo. Repentinamente el niño comenzaba
a sufrir espasmos. Sus miembros se agitaban con movimientos rápidos, como si
estuviera siendo electrocutado. Tenía pánico. ¿Cómo no tenerlo? Si su piel
adquiría un color morado. ¡Vaya momento, el espíritu salía de su cuerpo! Encima
el niño abría los ojos, murmurando algo. Increíblemente lo estaba expulsando.