Me
sentía descompuesto, como si poco antes me hubiesen noqueado en un asalto muy violento.
Algo había metido en mi cuerpo mientras padecía el fatigoso desvanecimiento. Giraba el cuello. Me dolían todos los huesos. Los primeros chillidos arribaban a mi oído
derecho. El mono seguía viviendo. Era una preocupación menos. No obstante el
niño indio seguía tirado en el suelo. Daba pena verlo de lejos. No menos de
veinte metros me separaban de sus pies quietos. A paso lento recorría el
trecho.