¡Cuántos
desvaríos! El mono se iba alejando con la botella y el espíritu, saltando
hormigueros. Estaba incrédulo. No obstante estábamos en un campo extenso. No
podía trepar un árbol, no podía esconderse en recovecos, pero el mono era raudo,
muy rápido, y yo estaba escuálido, además de exhausto. Bajaba mi brazo. Me había
quedado tieso. Sofía me miraba con cara de ¿y ahora qué hacemos? No veía a mi
gato. El indio seguía echado en el pasto. «Si esa cosa se mete en mi cuerpo quiero que sepas que
te quiero», declaraba
yo soltando un beso y salía corriendo como niño al dejar el colegio.