Cerraba
los ojos, rogando que la piedra diera en su ganchudo pico, depredador. Jamás
había arrojado un objeto similar. Ni siquiera había jugado al béisbol, pero el
ave de rapiña padecía mi ataque violento. Afortunadamente había dado en el
blanco. Suspiraba. Una gota de sudor recorría mi mentón. Cual avión de guerra
caía en picada, abriendo sus enormes alas negras para amortiguar el impacto. Sus
chillidos desesperados erizaban mis brazos. Estaba agonizando, pobre pajarraco.
Finalmente caía en la tierra. Divisaba su plumaje, a una veintena de metros,
entre unos pastizales muy altos. Cogiendo otra piedra me acercaba para rematarlo.
Tan sólo quería evitar su sufrimiento. Por cierto tenía pensado comérmelo.