Y
ahí estaban ellos, mi entrañable amigo de los maullidos inequívocos, el mono
travieso, mi chica de los sueños, el niño de los sortilegios, el potro tan
tozudo como compañero, y esa ave rapaz que, dando chillidos pacíficos,
revoloteaba alrededor del zángano de los encuentros repentinos. Me alegraba
verlos de nuevo. Sin ellos no era nadie. Apenas un animal sin sueños. Felizmente tiraba mi
pecho al suelo para regalarle un beso polvoriento. Había cambiado demasiado.