¡Tengo
miedo!, ¡esto es un horror!, clamaba Sofía desde un caballo que, desdichadamente,
podía tolerar nuestro sufrimiento. Sin embargo los indios seguían poseídos,
dando vueltas alrededor de unas leñas que, pese a todo, expulsaban chispas sin
cesar. ¿Dónde estaba el vigor de mi sometida juventud? Ni siquiera había
superado los cuarenta. Años. Tenía que correr en dirección a mis compañeros. Tal vez unos quince metros. Tocaba mis piernas. Seguían en su sitio. Entonces daba
media vuelta. Me dolían las rodillas. Podía flexionarlas. El espíritu no tenía
miembros pero podía desplazarse tan rápido como yo. Sofía tenía razón, lo
nuestro era un horror.