Como
si soplara un viento recio, el aullido de los indios se hacía más intenso. Sin
titubeos, cogía una manzana del canasto echado en el suelo. Era inmensa. La llevaba
a mis dientes para darle un mordisco violento. El jugo de la fruta recorría la
comisura de mis labios secos. Después de muchas horas estaba comiendo, con un
hambre desaforada pero al menos estaba metiendo nutrientes en mi cuerpo. Me
tragaba las semillas. Los jugos ya invadían mi cuello. En el canasto una de las
manzanas se estaba moviendo. Acercaba mis dedos. Extrañamente se estaba
pudriendo. En mi desgraciado estómago sentía cosquilleos. Una repentina
borrasca de viento apagaba el fuego.