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Deberíamos irnos —sorprendía Sofía masticando nervios.
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¡Están poseídos! Al menos son cinco y ni siquiera advirtieron nuestro arribo.
El
mono daba chillidos entre mi pierna y el suelo negro. Su cola prensil apretaba
con tanta fuerza que me había dormido hasta los vellos. Tal vez podía
aprovechar el paradero para descansar los músculos de mi debilitado cuerpo. Los
indios se movían como muertos vivos. Sus movimientos eran torpes y muy lentos. Ni el calor
del fuego parecía detenerlos. Más allá de la fogata había algunos alimentos.