Me
ponía de pie, trastabillando como un ebrio. Había perdido el equilibrio pero
intuía que en buen momento me había librado de tan apestoso y desgraciado maleficio.
Mi lengua ya no padecía esos insulsos gusanos que me habían dejado perplejo. Tal
vez había cogido por error una ofrenda a los espíritus. No había tiempo para
lamentos. Tenía que ser intrépido. La luz misteriosa se despegaba del suelo formando
un rostro humano que me dejaba patitieso. Medía no menos de cinco metros de diámetro.
Su aspecto era horrendo. Por momentos se desdibujaba pero cada vez que reaparecía
me mataba de miedo. Sin dudas estaba en presencia de un espíritu perverso. Si
me quedaba tieso podía terminar muerto.