¡Me
caigo, me caigo!, alertaba Sofía a mis espaldas. El mono no me soltaba. Las
uñas del niño indio me rasguñaban la panza. No se veía nada. Atravesábamos
ramas. El viento frío me cortaba la cara, como si estuviéramos en la Antártida.
Ringo no frenaba. Al contrario, se apresuraba. En algún momento tenía que sacar
la espina de su nalga. Extrañamente reducía la marcha. Un camino polvoriento
nos ayudaba a distanciarnos de la máquina.