Con
un salto inseguro abandonaba el lomo de Ringo. Era la primera vez que el gato
Astor no seguía mis movimientos. El rito de los indios intimidaba demasiado. Paso
a paso comenzaba a alcanzarlos. Tenían los ojos cerrados. Un leve aullido
escapaba de sus labios, como si invocaran a unos espíritus. Ensimismados, no se
percataban de mi arribo. Había más de cinco. Todos treintañeros, ni siquiera superaban
mis hombros. Claramente estaban poseídos. En un canasto de mimbre hallaba varios
alimentos.