Ringo
no reaccionaba. Ni siquiera movía las orejas. El frío, obstaculizaba. En el
bolsillo del pantalón llevaba una espina, la misma que había arrancado de la
acacia al adentrarme en la pampa. La sacaba. Estaba afilada. De hecho casi me corta
la palma. Me volteaba. El gato me arañaba. Nada me importaba. Tenía que
alcanzar la nalga. El niño indio rezongaba. Con mi pecho lo aplastaba. No
entendían nada. Finalmente clavaba la espina en la nalga. El caballo
relinchaba. La espina seguía incrustada. No pensaba quitarla. Sorpresivamente el
mono se aferraba a mi pierna. Tenías las manos congeladas. Ringo no trotaba,
galopaba.