Sus
cabellos ya no danzaban con el viento. Tras atravesar unos pastos más altos que
mi pescuezo, se detenía elevando las manos hacia el horizonte inmenso que, soberbiamente,
posaba para mis ojos tensos. No veía sus gestos, motivo por el cual desconocía
si su rostro reflejaba desasosiego. Por las dudas cogía un palo, y ocultando
los dientes me adentraba en los pastos altaneros, dispuesto para garrotear
cualquier ser hambriento que atinara a saciar los deseos de su estómago
carnicero.