No
menos de treinta minutos nos habían bastado para saciar el apetito, lo
suficiente como para respirar sin sustentos durante una larga racha de
contratiempos. Choclos, zanahorias, no necesitábamos aderezos para esos obsequios
que la naturaleza nos ofrecía sin pagar un precio. El gran cabrón no era un ser
demoníaco. Meros cuentos. Sus balidos se perdían con el viento. Realmente estaba
muy lejos. La preservación de aquella huerta me hacía preguntar si no corríamos
algunos riesgos. Pese a las dudas nos sentíamos tan complacidos que nos besábamos.