«No dejes de besarme», me rogaba despegando los labios para susurrar su deseo. Sus
palabras eran como caramelos. Con mi mano izquierda recorría su cabello y tocaba
un trébol. Aquel suelo era placentero. Su sonrisa me embelesaba tanto que me
hacía perder la noción del tiempo. Hasta había olvidado que llevaba largas horas
sin meter alimentos en mi cuerpo. Cada beso en su boca me hacía sentir un cosquilleo
más intenso. Ella no oponía resistencia. Al contrario, me pedía que siguiera
haciéndolo. De haber podido hubiera lamido su cuello, pero el niño no reía
tanto y algo me decía que debía evitar los riesgos.