Llegábamos,
exhaustos, pero nuestros cuerpos seguían intactos. Que te arrebaten el espíritu
debe de ser nefasto. Nuestro amigo, el niño, había desmontado del
caballo. No lo hallábamos. Agudizando los sentidos, comenzaba a rastrearlo. Una
gota de sudor se metía en mis labios. No podía encontrarlo. Me estaba
desesperando. De pronto Sofía adelantaba unos pasos, señalando algo con la mano.
Las cabras trepadoras se habían apiñado en la parte más alta del árbol, porque en
una rama inferior estaba el mono, colgado, y a su lado derecho, el niño tan
buscado. Suspiraba, lo habíamos hallado. Pero también estaba el gato y extrañamente
el zángano volaba bien alto. ¿Dónde estaba el águila que había salvado? El
desconcierto me había dejado estupefacto, pero teníamos que bajarlos.