Arrodillado
cual pecador, giraba las rodillas como si persiguiera el perdón divino de un
noble superior. A unos diez metros de mi desolado espíritu estaba Sofía, que no
se movía y hasta había perdido la voz, pero delante de su confusión había un
mamífero de pelaje marrón y con una barba estrecha en su mandíbula inferior. Tenía
cuernos curvados hacia el sol, que con todo su grandor resplandecía entre los
cabellos sueltos de mi amor. La bestia me miraba con un odio que me hacía castañear
los dientes de notorio pavor. No sé, como si me deseara lo peor. Yo no sabía si
era el diablo o un cabrón enfurecido en busca de mi perdición. Me dolían todos
los huesos. Como podía erguía mi esqueleto dado que el mamífero tomaba carrera
en clara señal de un nuevo ataque tan desgarrador como feroz.