—
No aguanto más… ¡no aguanto más este olor horrendo! —manifestaba ella su
descontento, entre sollozos secos que aun así no despedían lágrimas de sus ojos
guerreros—, ¡me está pudriendo todo el cerebro!
—
Calma, que pronto resolveremos el misterio.
¿Qué
decirles? Respirar eso era un martirio, pero no podía decirlo. Me tapaba los
orificios de la nariz con los dedos índice y pulgar de mi mano izquierda. Era
preferible respirar por la boca. Después de todo no disponíamos de mascarillas.
Pese a tanto castigo inmerecido, los cardos iban desapareciendo. Además el
pasto se hacía más bajito. Nos adentrábamos en una zona del campo donde sólo
había césped, como si alguien lo hubiese cortado a tijeretazos violentos. Finalmente
arribábamos. El terreno tenía el tamaño de un campo de baloncesto. Era inmenso.
En su centro había varios objetos. Parecían vasijas. Hacia ellas nos dirigíamos,
soportando ese olor fétido que efectivamente te corrompía hasta los
pensamientos.