Mi
reina salía corriendo. Yo la miraba, quieto. Juro por mis oídos que ningún
relincho había rozado mis tímpanos. Entrando en calor comenzaba a seguir sus cabellos
al viento. Se desplazaba tan rápido que me preocupaba perder de vista la
silueta de su cuerpo esbelto. Nos distanciaban unos treinta metros. Tal vez menos.
Ella me gustaba más que sus besos. «Te quiero», declaraba en silencio, con el
corazón en el cuello y una gota de sudor surcando los vellos de mi pecho. Me
ponía a prueba en todo momento.