Unos
minutos después, pese a que el niño seguía riendo:
—
¿Sofía?
—
¿Qué?
—
Te quiero pedir un favor.
—
¿Qué favor?
—
Bajemos del caballo.
—
¿Para qué?
—
Para besar tus labios.
—
No podemos, el niño está con nosotros.
—
El niño se queda.
—
¿Y las cabras? ¿Y el mono? —se reía en tono de burla, tal vez por lo absurdo de
mi proposición—, ¡nos volverá locos!
—
Más loco me pondría yo si en breve no puedo calmar mis deseos por vos.
Ya
no oía su voz. Cuando me volteé hallé la sonrisa del niño y un sol en su esplendor,
que como un globo amarillo ascendía en el cielo limpio para enseñarme que Sofía
había aceptado el pedido.