Nos
parábamos. Luego nos dábamos un abrazo. El olor nauseabundo comenzaba a guiarnos.
En dirección contraria al caballo, penetrábamos unos pastos. Eran muy altos. Encima
había cardos por todos lados. Ya me estaba acostumbrando a los malos tratos. El
niño indio había callado. Sofía seguía mis pasos. No dialogábamos. Tan sólo nos
dejábamos llevar por ese olor repulsivo que, injustamente, no se cansaba de desdeñarnos.