El
búho nos forzaba a correr como galgos. Sin embargo no le alcanzábamos. Volaba
como un halcón, peregrinando. Para el bienestar de nuestros huesos, nunca
tropezábamos. Curiosamente el suelo no era para nada accidentado. La cueva nos
estaba dando una mano. Girábamos a la izquierda, corríamos por una larga galería para
luego doblar en sentido contrario, como si una fiera hambrienta nos siguiera
para embocarnos, y devorarnos. Urgía escapar de ese antro, y luego sacarme todo
ese barro, además de comer y beber algo, que por supuesto no estuviera
contaminado. Cuando estás al borde la muerte sacas fuerzas de cualquier lado.