«¿Y
ahora qué hacemos?», me preguntaba en ruidoso silencio, silencio que me sometía
a una tensión sin tregua ni consuelo. Ya no se oían los mortificantes estruendos,
pero estábamos atrapados en ese averno, tan sombrío, tan negro. Moriríamos de
hambre, de sed y, ¿por qué no?, por una inevitable crisis de nervios. Teníamos
dos alternativas: la primera, intentar traspasar el montículo de tierra; la
segunda, explorar la cueva. El gato se perdía en la oscuridad tétrica, y yo le seguía,
desechando la idea de excavar la tierra.