Mis
mejillas se mojaban en lágrimas de desencanto. Todo ese mundo fascinante que risueñamente
había soñado, con Sofía a mi lado, se rompía en mil pedazos, como si un asteroide
gigante lo estuviera atravesando. Mi triste deceso no podía ser evitado. Aquel
averno, al que injustamente me habían precipitado, era tan cruel y nefasto que
prefería morir rápido. Mi cuerpo tiritaba, no podía controlarlo. Cuando estás
por morir, el miedo a convertirte en polvo te deja helado, pero escuchaba un
maullido, no estaba alucinando. El asteroide imaginario parecía desviar la
trayectoria de su destino trágico. Los gatos siempre atienden a los ruegos
desesperados.