Como
una serpiente arrollada, o una lombriz pisoteada, escapaba del antro derruido, con
los músculos dormidos, los miembros adormecidos, como si la sangre hubiese desaparecido, en el polvo bravío. El acceso a la cueva estaba cerrado, por ese inclemente
montículo que casi me sepulta en el más despótico destino. La
oscuridad era profunda, el sitio un verdadero abismo. Sin embargo el haz de luz
reaparecía con su fulguroso cobijo, debajo del nido. El misterioso búho estaba
muerto, o escondido.