Los
segundos me estaban desgarrando. No podía evitarlo. Mi desdichada vida dependía
de un milagro. ¿Dónde estaban los sucesos extraordinarios? El aire se estaba
agotando. Aspiraba lo mínimo y necesario. Padecía los síntomas de un luctuoso desmayo.
Desvanecerme en un espacio tan cerrado, prácticamente era trágico. «Si tan sólo
Sofía supiera que lo he intentado», me lamentaba por lo bajo, llorando. Estaba condenado.
A veces los ángeles no atienden a los ruegos desesperados.