«!Gracias,
Astor!», susurraba exhausto. Sus ojitos luminosos se adentraban en el hoyo
donde mi cuerpo y alma seguían enterrados —casi inhumados—, por una abertura
con forma de triángulo por donde sólo podía pasar un brazo. Finalmente me
estaba oxigenando. El frescor de una brisa me devolvía el ánimo necesario para
pensar que la vida estaba llena de obstáculos, y que debía sortearlos, como se
sortean las trampas que nos pueden tender los adversarios. Me sentía agraciado.
Tal vez recompensado. Inclinaba la cabeza hacia arriba para poder contemplarlo.
El gato respondía con varios lengüetazos. Yo reía emocionado, todo ensalivado. La
muerte había estado cerca. Me había salvado.