Finalmente
el barro viscoso llegaba a mis labios, pero yo seguía surcándolo, como un avezado
rompehielos en el polo ártico, con Astor echado sobre mi cráneo, con sosegados
gestos de gato calmo, o no tanto, porque con sus afiladas garras me estaba
lastimando. Cerraba la boca para no tragarme todo ese barro, que desgraciadamente
era un verdadero asco. Lo estaba aspirando. No obstante no pensaba retroceder ni
un solo paso, a no ser que mis pies ya no pudieran sondar el fondo de aquel lodo
repulsivo y tan contrario.