Reaccionaba.
Había perdido el conocimiento pero respiraba. Recordaba mi nombre, lo
deletreaba. Evocaba todos mis fantasmas. La tierra, guacha, me estrujaba: tenía
la espantosa sensación de que en cualquier momento podía exprimirme hasta las
entrañas. No exageraba. Encima me ahogaba. Como podía, aspiraba el poco aire
que me quedaba. Es muy difícil mantener la calma cuando la parca ya es una
amenaza. «¡Maldición, no puedo darle la espalda!», murmuraba. Titubeando, me
decepcionaba. La tierra me prensaba cual máquina. Perneaba. No conseguía nada.
Me sentía un pez moribundo en un mar de agua congelada. Pensar en Sofía sosegaba
mi miedo y me serenaba. Ella seguía siendo el faro que me guiaba.