Impasibles,
los minutos transcurrían. Mis brazos rozaban las paredes rugosas de la galería y
me detenían, pero yo seguía, no desistía, torciendo la cintura para esquivar
esa tierra agreste que tanto rechazo me producía. Aquel lugar cohibía, no ofrecía
ninguna salida. ¿A dónde iba? No lo sabía. Después de todo no tenía otra
alternativa. Si no encontraba a Sofía viva, moría. El gato también lo sabía,
por eso le seguía, cual apóstol tras los sabios pasos de su Mesías.