Minutos
después —no sé cuántos, porque estaba agonizando—, las patitas del gato hurgaban en el mismo
espacio donde yo seguía enterrado, o sepultado, espantando la muerte pero,
simultáneamente, recordando a Sofía, la más bella melodía que su mera existencia
significaba para mi agitada vida, porque no había otra como ella, ni jamás la
habría. Yo lo sabía, a su lado la vida era pura poesía, y una aventura donde el
sol siempre salía. Eso era Sofía.