Justo
cuando el cansancio flaqueaba mi ánimo, el gato arañaba mis piernas, trepando. El
suelo estaba mojado. Había barro. Yo le alzaba con ambos brazos. Perseguía
aquietarlo, serenarlo. Finalmente oía sus ronquidos de felino reposado. El
camino era tan estrecho que ni torciendo la cintura lograba evitar el contacto.
Tampoco era para tanto. Regresar cabizbajo era lo menos deseado, además de
innecesario, en aquel inhóspito ambiente subterráneo. Entonces seguía andando,
despacio, con los zapatos enterrados en el fango, todo sudado. No pensaba
detenerme ni aunque el barro me llegara a los labios.