Mis
piernas flaqueaban. El maldito temblor no cesaba. ¡No paraba! Ansiando la
calma, cavilaba. La tierra se desprendía, desvergonzada, y me daba en la cara, como
bofetadas. Pese a todo, la toleraba. No pensaba irme de esa cueva hasta
encontrar a mi compañero de batalla. Lo necesitaba. Lo extrañaba. Pensaba. El
cansancio ofuscaba, pero lo buscaba. El búho no se escuchaba. Repentinamente una
explosión violenta me derribaba. Mis oídos zumbaban. Los labios, tocando la
tierra, me sangraban. Lo menos deseado, finalmente pasaba: la estructura de la
cueva cedía y me sepultaba.