«¿Y
ahora qué hago en este ambiente subterráneo?», me cuestionaba perplejo mientras
me levantaba del suelo, con las manos sudadas por el pavoroso desconcierto. Nuevos
estruendos invadían mis oídos, perturbándome los sentidos. Estaba aturdido.
Encima la cueva se caía a pedazos. Mis esperanzas de salir ileso se
desmoronaban más rápido. Si no huíamos despavoridos podíamos ser enterrados vivos,
pero no detectaba el inconfundible brillo de los ojos felinos. Tal vez el miedo
lo había enmudecido. Caminaba lento, aguardando el reencuentro.