El
gato me arañaba los brazos. Me estaba lastimando. Lo liberaba para evitar un sangrado.
Con mi mano derecha buscaba la piedra que había soltado. El extraño ser era
delgado, y tenías dos brazos, muy largos, completamente descarnados. Me seguía
examinando. Mi corazón ya se había paralizado. Temía morir de un infarto, o en
el mejor de los casos, sufrir un desmayo.