Circulábamos
a paso lento por un camino estrecho, tan oscuro como el hollín negro. La
superficie escabrosa nos hacía andar lento. Había piedras, y pozos, y
desniveles que, fácilmente, te podían tumbar al suelo. El frío creciente te
erizaba los vellos. Estábamos tan ansiosos que no lamentábamos el reconocimiento
del subsuelo. Forzoso, por cierto, pero imprescindible para no morir en aquella
morada de los muertos. Al menos el gato no clamaba ningún retroceso. Es
increíble cómo puedes comprender a un amigo sin usar palabras que casi siempre
olvida el tiempo.