El
búho volaba a ras del suelo, levantando polvo con su deslumbrante planeo, tan cadencioso,
tan recto. Una de las paredes presentaba una abertura que despedía un rayo de
luz bastante intenso. El búho se adentraba sin titubeos, como una bala de plomo
dando en el blanco tras un disparo certero. No cabía duda, se trataba de un
pasadizo secreto. Era un túnel de tierra, bastante estrecho, en el que sólo
cabía un cuerpo. Internando la cabeza en el espacio hueco lograba verlo en el
otro extremo, quieto como el manto azulado que el cielo tendía más allá de sus
ojos hechiceros. Estimaba una veintena de metros. Me mordía los labios, sonreía
en placentero silencio. Quería escapar de ese antro horrendo. Entonces yo
entraba primero, gateando cual niño en busca de su ansiado sonajero.