Las uñas de Benito crecían incesantemente. Su alma cándida contaba
en su haber con apenas doce primaveras, lánguidas y grises. ¡Era tan inocente! La
desolada abuela no podía detenerlas. Consternada hasta la médula, se valía de
dos filosas tijeras. De algún modo tenía que contenerlas. Por la mañana, cuando
los niños iban a la escuela, se acercaba a sus sábanas y sin despertarlo le
cortaba tres centímetros, y por la noche, después de asearlo para que el sueño
le diera un poco de tregua, otros cinco. Pobre angelito, durante el ocaso le
crecían más deprisa, como si la puesta del sol fuese decisiva. Ella no quería
que las chismosas del barrio le vieran postrado, y mucho menos, que descubrieran
la desesperada razón por la que visitaba tan seguido al afilador de tijeras.