domingo, 24 de septiembre de 2017

EL ALEMÁN MALVADO


He oído en el vecindario que Mario, cuarentón y de perfil bajo, devenido en chófer de jueces ilustrados, mañaneaba con el enérgico canto del gallo, para afeitarse el bigote, rebanándolo cual máquina cortadora de pasto, el mismo artefacto que usaba todos los sábados en el parque de su patio, un patio estrecho pero muy largo, invadido por decenas de gatos: felinos en calidad de visitantes con nobles sirvientes en todo el barrio.
Una mañana gélida se dirigió al fondo del patio para matar, sin titubeos, seis gatos. Con ese frío cortante resecándole los labios ocultó la pistola en la jaula del canario y se fue al baño. Se enjabonó las manos. Cuando se miró en el espejo, su aspecto había mutado: tenía el rostro de Adolfo, el alemán malvado. Su mente enferma celebraba victoriosa la matanza de los gatos: habían usurpado su terreno y ya eran pasto.