He oído en el vecindario que Mario, cuarentón y de perfil
bajo, devenido en chófer de jueces ilustrados, mañaneaba con el enérgico canto
del gallo, para afeitarse el bigote, rebanándolo cual máquina cortadora de
pasto, el mismo artefacto que usaba todos los sábados en el parque de su patio,
un patio estrecho pero muy largo, invadido por decenas de gatos: felinos en
calidad de visitantes con nobles sirvientes en todo el barrio.
Una mañana gélida se dirigió al fondo del patio para matar,
sin titubeos, seis gatos. Con ese frío cortante resecándole los labios ocultó
la pistola en la jaula del canario y se fue al baño. Se enjabonó las manos.
Cuando se miró en el espejo, su aspecto había mutado: tenía el rostro de
Adolfo, el alemán malvado. Su mente enferma celebraba victoriosa la matanza de
los gatos: habían usurpado su terreno y ya eran pasto.