A los trece otoños los cortes pasaron a ser extremos: por
la mañana, siete centímetros; por la noche, lo que en medida sumaban los veinte
dedos. Los zapatos no resistían, el filo de las uñas perforaba hasta los cercos.
La desahuciada abuela solía encerrarse en el baño para llorar sin consuelo. Se lavaba
la cara con agua tibia y jabón neutro. Solía maquillarse para que el niño no
sospechara el más mínimo sufrimiento, pero una tarde cogió el teléfono y llamó
al médico. El único médico de cabecera había muerto. Una crisis nerviosa la
tumbaba al suelo. Pensaba en el suicido. La parca merodeaba por los pasillos
cuando no tenía fuerzas ni para darle un beso.