La
ansiedad me jugaba una mala pasada. No podía controlarla. ¿Por qué lo habían
ejecutado? ¿Por defender a mis compañeros? ¿Quiénes habían sido los despiadados?
¿Dónde estaban ellos? ¿Se los habían llevado? Las dudas carcomían mi cerebro,
como polillas hambrientas en un placar colmado de harapos. Encima el gato
reaparecía con un pedazo de camisa, entre sus dientes afilados, del mismo color
que… ¿el usado por Ina? Tenía ganas de llorar, de tirarme al pasto, de transformarme
en un cardo solitario. La extrañaba demasiado. Añoraba sus abrazos, sus besos
apasionados. Estaba tan deshidratado que hasta mis lágrimas se habían
evaporado. ¡Qué dolor! No podía reaccionar, siempre yerto, a metro y medio del
cadáver, parado como un faro, viendo como la sangre escurridiza recorría su
vientre y teñía el pasto, de muerte, de rojo calvario.
Observación: Ina es Sofía.