Ya
habíamos recorrido no menos de trecientos metros. La picadura enérgica de los
mosquitos sedientos se hacía más brusca y violenta. Tanto era así que el gato
maullaba al borde de los delirios, pese a todo el pelaje que cubría su resistente
cuerpo. Y había tábanos, pero me ponía contento, porque donde hay tábanos
siempre hay agua corriendo, y los pájaros albos seguían descendiendo, a unos
cien metros en aquel descampado de los amistosos silencios. «Humanizar el
carácter y hacerlo sensible aún con los insectos que no perjudican», cavilaba, recordando
las máximas del egregio maestro.