Qué
absurdo despabilar, cuando desperté no había un alma a mi alrededor, excepto
una cucaracha solitaria que, sin disimulo, vagaba torpe por mi pecho en
dirección a mi haraposo pantalón, como si le doliera una pata o hubiera consumido
alcohol. Mis manos, escuálidas, descansaban sobre el vientre, entrelazadas como
si en cualquier momento me fuesen a sepultar. Para mi calma el sol resplandeciente
me daba en la cara y no había ataúd alguno que me hiciera pensar en un aciago final.
Reía con suavidad. Podía oír los relinchos del caballo contumaz.
También el trino plumero de unos pájaros que no lograba asociar con ningún
recuerdo de mi pasado en los jardines de la ciudad. Mis oídos estaban cansados.
O tal vez atestados de tierra y esas cosas que se juntan cuando uno no se puede
asear. Daba igual. Yo seguía recostado, intentando adaptarme a esa horrenda cucaracha
que poco antes había imaginado y que, con un silencio cauteloso, no cesaba de
avanzar, ignorando mi innegable autoridad. Propinándole un manotazo me liberaba
de su desgarbado andar. No sé por qué pero sentí alivio al verla rodar. Quizá
porque había imaginado un insecto que en el peor de los casos se había
adentrado en algún orificio nasal. Peor hubiera sido imaginar un alacrán. En mi
entrepierna todo estaba en su lugar. Me tenía que levantar, como Lázaro y
varios más.