De
pronto cuatro mujeres irrumpían en el canal con precipitada algarabía. Tenían
no menos de cuarenta años, y vestían unas túnicas bien largas, del color de la
tierra polvorienta, ceñidas a la cintura con un lazo rojo, y cuya extensión les
llegaba hasta los tobillos. Yo agachaba la cabeza, presionando con fuerza el
hocico del gato, que no cesaba de dar bufidos. Astor estaba enfadado. Molesto. Las
mujeres platicaban en un idioma muy raro. Tal vez quechua. Ni siquiera les
miraba, tan solo agudizaba los oídos por si acaso tenía que correr como un
rayo, pero poco a poco salían de la acequia, escuchaba los sonidos de esas
ondas que se producen cuando uno retira las extremidades del agua. Se alejaban.
Respiraba, pero no quería levantar la mirada. Un escarabajo trepaba por mi
pierna derecha. Estaba tan quieto que quizá me confundía con una planta. No lo
expulsaba. Esperaba, recuperando la calma.