El
camino de regreso seguía siendo idéntico, las mismas hierbas, los mismos
hormigueros, el mismo silencio perpetuo, pero mi equipo de valientes era un
recuerdo. El zumbido de unas moscas me arrastraba algunos metros, en el mismo sitio
que sin dudas era el punto de reencuentro. Algo olía mal, más allá de mi fétido
aliento. Entre unas malezas amarillentas hallaba un cuerpo. Estaba quedo. Tal
vez, durmiendo. Tenía pelos gruesos. Eran negros. Cubriendo mi nariz con los dedos
descubría que el mono estaba muerto, allí, frente a mi fruncido ceño, frente a
mi singular desconcierto, con un tajo en la panza, aterrador y espeluznante,
que sangraba en exceso, con los ojos tiesos y bien abiertos en dirección a unos
nubarrones que tímidamente encapotaban el cielo, como si contemplara su alma
escapando del infierno. Desesperaba. «¿Qué diablos está sucediendo?, ¿dónde están
mis compañeros?», me cuestionaba, boquiabierto. No podía creerlo. Habían aniquilado
a uno de los nuestros.