Me
sentía derrengado, pesado, como si en la espalda cargara todos esos pecados que
jamás había soltado. Mi princesa estaba ubicada a una veintena de metros, con
su cabello lacio y enredado, entre unos pastos espigados con extrañas flores en
lo más alto de sus tallos. Soportábamos demasiados días sin bañarnos. Necesitaba
encontrar algo, aunque sea un charco. No importaba que un reptil sanguinario me
amputara un brazo. Me urgía despegar esa mugre grasienta que como un tatuaje se
pegaba a mis tejidos cutáneos, hasta en los espacios menos pensados. La vida me
estaba enseñando a conformarme con lo mísero y limitado. Respirábamos.
Nota:
déjame en paz, enfermo mental.