«¡Mirá,
Milo, el niño indio habla!», vociferaba ella al escuchar que me acercaba. Yo no
hacía otra cosa que sortear los obstáculos del terreno, atestado de yuyos y
plantas, sobre todo cardos, que me hacían conocer sus espinas y me castigaban,
pero ella estaba arrodillada, y me daba la espalda, en una zona donde no había
nada, tan solo tierra árida, a metro del indiecito, que cruzado de piernas
sobre la tierra estéril y sedienta, rogaba: «Jan… Ma, acua, Jan… Ma, acua».
Finalmente
llegaba. No entendía nada. Efectivamente el niño hablaba. Su cabeza estaba
gacha, motivo por el cual no podía verle la mirada.