Pobre
niño indio, se estaba poniendo pálido. La piel de su rostro se estaba rajando,
y ya estaba lagrimeando, pese a que no podía verle los ojos de león desventurado.
Sofía se acercaba para consolarlo con sus brazos. «No llores», repetía ella, sin
soltarlo. Oír sus sollozos de niño malhadado me hacía sentir un desalmado. Además
de un estólido, descorazonado. Encima estaba tiritando, siempre con las piernas
cruzadas y su pequeña cabeza inclinada hacia abajo, como si le pesara demasiado.
Tenía que hacer algo. Una bandada de pájaros blancos surcaba el cielo pero
descendía en un descampado donde apenas podía divisarlos. Estimaba no menos de
quinientos metros de sus plumajes albos. Retirando mis nalgas de la tierra tórrida,
me paraba para hallar lo que el niño estaba necesitando. Nadie seguía mis
pasos, excepto el gato y unos mosquitos más sedientos que nosotros que me picaban
los brazos. Por cierto no podía ahuyentarlos. Ni siquiera estrujándolos.