Súbitamente, voces mujeriles me dejaban sin aliento. Ante aquel silencio pampero, donde mis
latidos eran advertidos por los sentidos y los grillos chirriaban como coristas
en un auditorio lleno, aquellas voces estallaban con estrépito, erizándome
todos los vellos. Se me enfriaba medio esqueleto. Desconcertado, echaba mi pecho
al suelo. Una piedra filosa me forzaba a un lamento. El gato restregaba su
barbilla contra mi cuello. Sujetándolo desde el pecho, me arrastraba cuerpo a tierra
hasta unos pastos que podían resguardarnos de cualquier ojo atento. Afortunadamente
me cubrían hasta el último cabello. En ese momento advertía que frente a
nosotros había una pendiente lo suficientemente baja como para impedir que entendiera
aquello que estaba sucediendo. Encima las mujeres reían, desentendidas de ese pavor
tan intenso que me helaba el cerebro. Estimaba no más de diez metros de
distancia de tal curioso descubrimiento. Para mi desgracia los mosquitos me
estaban comiendo. Si el gato maullaba podíamos vivir un tormento, por eso cerraba
su hocico pero sus ronroneos me hacían vibrar hasta las uñas de los dedos.