El
insecto horrendo accedía a mis labios agrietados. Claramente me estaba
deshidratando. Percibía sus patitas. No me causaba rechazo. Tampoco me daba
asco. El mono que llevaba dentro había despertado. La naturaleza lo había
reanimado. Abría la boca. No quería hacerle daño. Mucho menos tragarlo. De un
soplido frenético me deshacía del contacto. Lo perdía de vista en el pasto. En
realidad yo estaba jugando. No teníamos libros, ni nada que nos hiciera pasar
el rato. A fin de cuentas ella hacía lo mismo: jugaba con el tacto. Nos
necesitábamos, pero Sofía tenía mi amor, y además me estaba llamando. Ya estaba
descansado. Poniéndome de pie, caminaba como un pato.